1951, un equipo de 12 espeleólogos europeos se reunió en el Pirineo Francés pera explorar una dolina descubierta en el año anterior por uno de ellos, Georges Lépineux. Éste había estado buscando cavernas en una región caliza cuando vio salir una corneja en pleno vuelo de lo que parecía un muro de roca liso, más de cerca, Lépineux encontró una entrada de un pozo que no parecía tener fondo. Se puso en contacto con su amigo Max Cosyns, científico belga y espeleólogo veterano, quien organizó el ataque de la cavidad. Entre los hombres de la expedición estaban el vulcanólogo francés Haroun Tazieff y Marcel Loubens.
Para el descenso por el pozo pensaban usar una cabria a pedales y unos 400 metros de cable de acero de 5 milímetos de grosor.
La cavidad de Lépineux, llamada sima de la Pierre St. Martin, tenía su entrada en una cresta rocosa a 1.700 metros de altitud cerca de la frontera española.
La expedición estableció el campamento en la ladera y aseguró la cabria cerca de la entrada del pozo. Lépineux, como descubridor fue el primero en bajar. Vestido con un apretado correaje de paracaidista fijado al cable por una sola abrazadera, franqueó lentamente el borde. Un ayudante pedaleaba la cabria despacio, soltando el cable poco a poco. Pronto la voz de Lépineux no llegó al exterior, y el explorador tuvo que comunicarse por teléfono.
Lépineux bajó lentamente de espaldas al fondo con los pies contra la pared del pozo, hasta hallar un saliente a 80 metros de profundidad. Luego descendió otros 135 metros por una gélida cascada que salía de una fisura. Empapado y helado, siguió el descenso, provocado caídas de piedras al pasar por una serie de salientes. Después de casi hora y media, se encontró suspendido en el vacío en una cámara cuyo fondo se encontraba unos 50 metros más abajo.
Por fin Lépineux llegó al suelo a más de 335 metros de la entrada, un nuevo récord del mundo para descensos verticales. Trepó por una pendiente rocosa y exploró la cámara durante varias horas, hasta que la fatiga le obligó a emprender la tediosa vuelta al exterior.
Al final siguiente, Tazieff y Loubens bajaron y comenzaron a explorar. Al otro lado del sector que Lépineux había visto, encontraron una pequeña abertura en el suelo de la cámara; por ella podían ver una terraza y otro pozo. Loubens exploró el acceso brevemente y anunció que habían encontrado una gran caverna, pero que esta vía era demasiado peligrosa. Horas más tarde, encontraron una vía de descenso más segura. Loubens se ató una cuerda y bajó, empleando una escalera metálica. Pronto su voz salió de las tinieblas: "Es enorme, absolutamente enorme. No puedo ver las paredes. Voy a bajar un poco más"
Cansado y solo en la oscuridad de su débil linterna, Tazieff se sentó a esperar, sabiendo que tenían que ponerse en contacto con la superficie en menos de tres horas. Al cabo de una hora, gritó hacia el fondo. No hubo respuesta. Pasó otra angustiosa y silenciosa hora. Por fin, escuchó y contestó con alegría a una débil llamada de Loubens. Las dos luces de Loubens se habían extinguido, pero con frecuentes gritos y con la ayuda de una luz de magnesio, Tazieff logró guiarle. Loubens explicó: "Me he perdido. ¡Vaya cueva!". Un poco más tarde, la tensión y la fatiga se apoderaron de él. Mientras enrollaba la escalera, Loubens de repente se echó a llorar confesando: "Estaba realmente asustado".
Aunque se había arriesgado al avanzar solo, Loubens había encontrado una gran sala y, sobre todo, algo de lo más valorado por un espeleólogo: un río que sin duda conducía a más cavernas. Con estas excitantes
noticias, los dos hombres regresaron a la superficie. Aunque la información animó a los otros miembros del equipo, Cosyns declaró que la cabria estaba apunto de fallar y decidió detener la expedición de ese año.
El verano siguiente, la mayoría del grupo volvió, incluyendo a Loubens y Tazieff, y esta vez se unió el espeleólogo francés Norbert Casteret. La cabria eléctrica sufrió numerosas averías que provocaron frecuentes retrasos. Loubens y Tazieff tardaron todo el primer día en bajar al fondo del pozo e instalar el campamento. Al día siguiente, exploraron la cámara que Loubens había descubierto y vieron que el río desaparecía por una abertura intransitable. Al final de 10 horas de búsqueda encontraron un pozo que conducía a una segunda gran cámara más abajo. Demasiado cansados para seguir, volvieron al campamento, donde otros dos miembros del equipo se les unieron. Con estos refuerzos, el tercer día encontraron un paso que evitaba el sifón del río, pero una vez más el cansancio no permitió que siguieran explorando. Esa noche, Loubens anunció que volvería a la superficie para dar una oportunidad a otro. Telefoneó a Casteret: "Yo ya he podido disfrutar. No puedo más".
Por la mañana, los hombres ayudaron a Loubens a ponerse el arnés para la vuelta. Pasados unos minutos el cable se tensó y empezó a subir lentamente. Cuando estaba a unos diez metros de altura, intentó encender una bengala para que Tazieff le tomara una foto, pero las cerillas se apagaban debido a la fuerte corriente de aire. Todavía con la esperanza de fotografiarlo. Tazieff miraba por el visor de la cámara cuando vio que el foco del casco de Loubens caía de repente como plomo, a la vez que oía un grito. Un momento más tarde, Loubens caía sobre la roca donde estaba Tazieff y rodaba por la pila de rocas, rebotando de piedra en piedra. Otro miembro del equipo logró finalmente detener su caída a unos 30 metros más abajo.
Loubens estaba inconsciente y respiraba de forma irregular. Con mucho cuidado, lo colocaron sobre una sábana de lona lo llevaron de nuevo al campamento, el único lugar donde podía yacer cómodamente. Mientras que Tazieff le quitaba el casco para examinar su cabeza, uno de los hombres examinó el cable y descubrió la causa de la caída: la abrazadera metálica que unía el arnés al cable se había soltado.
Inmediatamente telefonearon al médico de la expedición, André Mairey, en la superficie. Dijo que bajaría tan pronto como subieran el cable y arreglaran la abrazadera. Abajo sólo se podía esperar y cuidar al herido, de vez en cuando, le secaban la cara con un pañuelo húmedo. Pasaron horas sin señal de Mairey, y entonces el teléfono dejó de funcionar. El equipo de superficie trabajaba para reparar la abrazadera y el teléfono, pero su progreso era angustiosamente lento. Esa noche, una tormenta azotó el campamento, retrasando aún más el descenso del médico. Cuando Mairey por fin llegó con una camilla, Loubens llevaba casi 24 horas luchando para respirar. El médico lo examinó detenidamente y diagnosticó que sufría fractura de columna y de cráneo; las posibilidades de sobrevivir eran mínimas, pero mientras siguiera con vida, sus amigos estaban decididos a sacarle de allí.
Mientras abajo metían a Loubens en un arnés y le ataban bien a la camilla, arriba unían varias escaleras de 20 metros y las bajaban por el pozo. Casteret y otros cuatro hombres descendieron por la escalera y tomaron posiciones en los salientes a distintas profundidades, asegurándose con pitones. El hombre situado más abajo se estacionó a 240 metros bajo la superficie. Cada uno de ellos estaba dispuesto a arriesgar su vida para guiar la camilla por los salientes del pozo. Mucho más abajo, las rocas desprendidas por el equipo de rescate llovían sobre el campamento mientras Mairey realizaba una transfusión de sangre al herido.
El médico esperaba todavía la señal para empezar la subida cuando escuchó un gemido de Loubens. Segundos más tarde, casi 36 horas después de su caída, la difícil respiración de Loubens de detuvo. El equipo de superficie escuchó por teléfono: "Marcel Loubens ha muerto". Se avisó a los hombres apostados en el pozo y uno tras otro volvieron a la superficie. El riesgo que correrían para salvar a un compañero herido parecieron demasiado extremos sólo para sacar un cadáver.
Al día siguiente, envolvieron el cuerpo en lona, lo colocaron en un hueco entre dos rocas, y lo cubrieron con grava y piedras. Tazieff hizo una pequeña cruz de metal. Luego, con martillo y cincel, grabaron una inscripción en la roca cerca de la tumba: "Aquí pasó Marcel Loubens los últimos días de su valiente vida".
Aunque destrozados, Tazieff y Mairey decidieron quedarse abajo para dar el último vistazo al paso que Loubens había encontrado al final de la segunda cámara. Una serie de retorcidos corredores les llevó otra vez al huidizo río. Pasando por una pequeña sala, salieron a la cámara principal, una enorme bóveda decorada con estalactitas aciculares y grandes estalagmitas como hongos. Tazieff encendió una bengala y quedó asombrado por la sublimidad de la cámara. Era la mayor sala que se había encontrado hasta entonces. El extremo más bajo se estrechaba hasta un túnel inundado. Decidieron volver, pero antes bautizaron la espectacular caverna como la Cámara de Loubens.
Casteret, a la edad de 56 años, dirigió las exploraciones subterráneas cuando se reanudaron en 1953. Así encontraron otras cuatro grandes cámaras. La última medía cerca de 200 por 120 metros, con el techo a 100 metros de altura, la mayor cámara de Europa. Terminaba en una pared lisa sin grietas donde el río, con muy poco caudal, parecía desaparecer por el suelo. Según su altímetro, la galería era la más profunda jamás descubierta: 728metos de profundidad.
Pero para los exploradores de la Pierre St.-Martin aún quedaba la triste tarea de sacar el cuerpo de Loubens. Al año siguiente, regresaron al lugar, colocaron sus restos en un ataúd de aluminio y, guiándolo para que no chocara con los salientes del pozo, lograron subirlo hasta la superficie con una cabria con motor.
El trabajo realizado en la Pierre St.-Martin, aunque ensombrecido por la muerte de Loubens, marca un triunfo en los anales de la espeleología. Las expediciones mostraron los méritos de la organización, promovieron la técnica del descenso vertical y llegaron a una profundidad sin precedentes. Otros grupos fueron a la pierre St.-Martin en las décadas de 1960 y 1970. Descubrieron dos nuevas vías más allá de la última exploración llevada a cabo por Casteret.
Relato extraído del tomo Mundo Subterráneo de la colección Planeta.